La
tecnología es un signo de identidad humana, deviene del lenguaje y su
constructo resuelto y materializado, pensar a la inversa implica que el ser fue
concebido desde lo tecnológico y tal postura sería un signo inequívoco que hace
plano la multidimensionalidad del ser humano. La cultura engendra al
pragmatismo, a lo operatorio, pensar que se hace identidad cultural desde las
lenguas (que imprecisamente no sé a qué ha de dominarse pluralmente “las
lenguas” porque la lengua, es una sola, lo que si es plural es el habla como
manifestación idiomática singular de miles de seres y procesos culturales en
esa dicotomía lingüística, que no filosófica del lenguaje) Lo cultural construye a lo tecnológico, el
hombre sintió, fue sensible y sensorial antes que tecnólogo y por procesos de
complejidad y estructuración múltiple se hizo social y operatorio. El que
concede a la lengua sólo un carácter operatorio es como el que define al hombre
como sólo carne, huesos y pellejo sin esencia cognitiva que contenga otra cosa
que razón y operación. La espiritualidad también es concebida desde el
lenguaje, dista mucho de consideraciones metafísicas, su dominio no es inasible
y mítico, sino que hace su constructo, por así llamarlo, en una huella que va
en el ADN humano y no en un libraco pomposo de hundimiento o emergencias tecnológicas.
La identidad cultural deviene del quehacer milenario del hombre sobre la
tierra, sería insulso reducir a la lengua como un artificio tecnológico. La actividad tecnológica es una actividad
cultural. Otorgar un rasgo de víctima o victimario a la lengua es destruir de un
solo golpe la interdependencia entre la lengua, la cultura y la tecnología que
no mantienen una relación de agresión sino de cooperación, de intercomunicación
y coexistencia, parcelar y diseccionar estos procesos resulta una falacia
discursiva poco sustancial. El signo
reiterativo de identificar víctimas y victimarios es un afán postmoderno que
ahonda en desarticulaciones infundadas e inútiles que nada dejan al ser. El
lenguaje es otra cosa distinta a la lengua, habría que dar otros rodeos y otra
exposición para discernir sobre el tema, un código es insostenible, sino hay
lengua, una tecnología inexistente, sin ser que la manifieste. Apoyarse en la
filosofía para sostener aspectos lingüísticos es como apoyarse sólo en los
sentidos para explicar aspectos emocionales. En esa confusión epistemológica de
indistintamente denominar lengua, lenguaje, habla, idiomas, dialectos como “lenguaje”
y supeditarlo o esclavizarlo a definiciones tortuosas que nada aclaran y todo
lo confunden para dar sensación de profundidad, es acabar con perspectivas
múltiples que no se resuelven con esclavitudes o desarrollos cercenados. La
ciencia y la tecnología entre muchas otras manifestaciones humanas inciden en
lo social, lo progresivo es una manifestación que per se, no amplia el
bienestar del ser. La cultura dista de ser mitología, es vida contenida y
compleja que teje sus relaciones en un corpus más complejo que el de la
racionalidad o la intersubjetividad, constituye un dinamismo que escapa al
parcelamiento, que es atemporal, dista de ser un código y sienta sus bases en
la existencia y la esencia del ser, ya no como categoría filosófica o
lingüística y lejos de perpetuidad, el signo característico de la cultura es
ciertamente efímero, trasciende el ser y como una huella que lo sigue y se
desdibuja en un eje sucesivo, se difumina hasta borrarse. La expansión no es un
carácter lingüístico intrínseco, se expande lo cultural conjuntamente con su
contenido tecnológico, quien vea en lo cultural represión, se queda en la
fachada, en lo enunciativo y desperdicia la profundidad que le contiene.
El habla
es un producto social, la sociedad es un constructo tecnológico y viceversa, en
una relación de doble vía que se constituye no desde la operación sino desde el
ser y su esencia. Mucho tiene que ver la cultura, la cultura permanece, no es
cuestión de aparecimientos diacrónicos, sino de una sincronía que se aborda
múltiple y dinámica, la ciencia coexiste, no existe ni antes, ni después,
coexiste e implanta su ritmo conforme el ser existe. Y qué contiene toda esta
reflexión sino el lenguaje, cualquier diatriba que lo anule, y entronice a una
u otra como comarca distintiva, ahoga al ser en incisiones y ulceraciones existencialistas, pseudofilosóficas y
supersticiosamente culturales y banalmente lingüísticas. El progreso y la felicidad no son sinónimos
ni se parecen, el mundo y su disfrute
tampoco, la cultura como regresión es incubación de banalidades extremas que
subordinan a círculos lo que ni de cerca se le parece. La cultura nunca será un
regreso, es un devenir incierto que no tiene índices proyectivos. Abordar lo lingüístico
desde lo filosófico y confundirlo con lo epistemológico por supuesto que
engendra cárceles porque en esa confusa levedad inquisitiva, se torna obscuro
la diafanidad del ser humano que escapa a los parcelamientos y discernimientos
discursivos. El lenguaje no tiene motores porque no es una máquina, y los
hablantes no dependen del lenguaje sino del habla, el habla y la ciencia van
conjuntamente como manifestaciones existenciales, cárceles, casas y museos son
artificios metafóricos. El lenguaje que no la lengua, es un proceso más
complejo que una operación y sus matrices no están en las disciplinas ni en los
campos que pomposamente la razón ha tratado de crear. El acto de vivir es un
acto existencial, si se le concede vida al lenguaje o a la cultura o a la
tecnología, ha de concedérsele finitud.
Lo espiritual también tendría sentido en otro contexto y otra reflexión. La definición
es parte del lenguaje, que no deviene en posturas ni en marchas y
contramarchas, definir es cenizar decía José Lezama Lima.